Working-Class Hollywood: Silent Film and the Shaping of Class in America, de Steven J. Ross

Steven J. Ross. Working-Class Hollywood: Silent Film and the Shaping of Class in America. Princeton, New Jersey : Princeton University Press, 1998 [Edición electrónica de 2000], 388 p., il.

Muy posiblemente haya bibliografía más reciente sobre el tema, pero no he podido consultarla, así que este es el libro que básicamente he utilizado para la última entrada acabada de publicar, sobre el género capital-trabajo en el primer cine en los EEUU y las próximas sobre el cine militante estadounidense hasta los años 30. Me ha resultado extremadamente útil porque me parece un excelente repaso a un periodo y un tipo de cine del que resulta difícil conseguir información. Steven J. Ross es profesor de historia en la University of Southern California, donde da clases de Historia social de Estados Unidos y cultura popular. Es un experto en el cine de Hollywood y en historia de la clase obrera. Autor de Workers on the Edge: Work, Leisure and Politics in Industrializing Cincinnati, 1788-1890 (1987), Working Class Hollywood: Silent Film and the Shaping of Class in America (1998), Hollywood Left and Right: How Movie Stars Shaped American Politics (2011) y Hitler in Los Angeles: How Jews Foiled Nazi Plots Against Hollywood and America (2017).

El libro que nos ocupa se divide en dos partes: «I. El ascenso de las películas: la realización política de películas y la clase obrera» y «II. El ascenso de Hollywood: de la clase obrera a la clase media». El planteamiento general es la pregunta de por qué la mayor parte de la población estadounidense se considera clase media, y cómo llegaron a esa conclusión. En opinión de Ross, un factor importante en esta autoidentificación de clase fue la aparición de una imagen promocionada tras la aparición de los grandes estudios de Hollywood. Por eso el autor hace un recorrido desde los atisbos de un cine obrero en los primeros años de la cinematografía estadounidense hasta la consolidación del modelo hollywoodiense ‘de clase media’ a partir de los años 20.

El libro da un paso más contando cuatro historias interconectadas: cómo los cineastas del periodo mudo retrataron a los trabajadores y a sus luchas; el ascenso y caída del primer movimiento fílmico obrero; el importante papel que interpretaron las películas en dar forma a las identidades de clase; y cómo la cambiante estructura de la industria del cine, especialmente el surgimiento de lo que acabaría siendo conocido como Hollywood llevaron a la práctica todo lo anterior.
En palabras del autor, «el título, el Hollywood de la clase trabajadora, refleja las tensiones dentro de una industria que hizo de la clase trabajadora objeto frecuente de sus películas, pero luchó por mantener al cine obrero en sus afueras. Al mismo tiempo, también refleja las posibilidades de crear un tipo diferente de industria cinematográfica. Hollywood no tenía por qué haberse convertido en la fábrica de fantasías que es hoy. Entre 1900 y 1930, cuando el carácter de clase de las películas todavía se estaba formando, los cineastas obreros lucharon con el personal de la industria del cine, las agencias federales y los censores locales y estatales para definir los tipos de imágenes y temas políticos que se permitirían que viesen las audiencias. El resultado de estas luchas fue crítico para nuestro propio tiempo, porque los vencedores establecieron la visión ideológica de las relaciones de clase que dominaría el cine estadounidense durante los siguientes setenta años.» (p. XIV-XV)

En la Introducción Ross destaca, a principios de siglo, la importancia del cine como primer medio de masas porque, ante la avalancha de emigrantes recién llegados, superaba la barrera del idioma así como de la política, a diferencia de la prensa.
Durante casi dos décadas tras la implantación de los nickelodeons en 1905, el cine y la clase obrera se interelacionaron de tres formas: formaban el grueso de la audiencia; eran el tema frecuente de las películas y ellos mismos eran quienes las realizaban, pues incluso los productores no eran los magnates del futuro, sino pequeños empresarios de origen obrero.
Tan pronto como en 1907, trabajadores, radicales y organizaciones obreras estaban haciendo películas que retaban la ideología dominante del individualismo y retrataban la acción colectiva como la forma más efectiva de mejorar la vida de los ciudadanos.
Pero esto se hizo mucho más difícil tras el final de la Iª Guerra Mundial. La expansión de la industria supuso el ascenso de lo que conocemos como ‘Hollywood’ como una metáfora para describirlo. Un poderoso sistema de estudios que impulsó el cine hacia la ‘clase media’, también en rápida expansión. Fue en este momento en el que las identidades de clase mediante la aspiración a la movilidad ascendente, su presentación en ‘palacios del cine’ y otros lujos llevaron a la gente a pensar que, efectivamente, eran clase media. Los estudios abandonan casi completamente los viejos temas de conflicto de clase para dedicarse al fomento del consumismo.

El capítulo 1, «Ir al cine: ocio, clase y peligro a principios del siglo XX», trata sobre qué significaba ir al cine antes de la Iª Guerra Mundial: quién iba, qué veían y qué hacían en él. Lo primero que hay que destacar es que la idea misma de ocio resultaba algo extraña para gente que trabajaba 10, 12 o 14 horas seis días a la semana, y los domingos en la puritana EEUU, el sabbath, impedía los espectáculos. La lucha obrera consiguió la reducción de la jornada laboral, y con ello, más tiempo para el ocio. Unido al incremento de los salarios y la creciente urbanización era el caldo de cultivo idóneo para las empresas de entretenimiento. Estos tenían cada vez más una diferenciación de clase: los trabajadores manuales y la creciente masa de trabajadores de oficina acudían a vodeviles, salas de baile, parques de atracciones y estadios deportivos. Pero sería el cine el principal espectáculo por número de espectadores. En especial cuando a partir de 1905 se popularizan los nickelodeones, llamados así por su bajo precio. Pero también se proyectaban películas en multitud de iglesias, escuelas, sindicatos, fábricas y asociaciones de voluntarios. La inmensa mayoría de los que acudirán serán obreros manuales: en 1910, un 72%, mientras un 25% eran oficinistas y un 3% ‘clase ociosa’.

Frente a la imagen de la asistencia al cine como una actividad pasiva y en silencio ante la pantalla, en aquella época, ante unas películas sin diálogos hablados, lo normal era hablar, gritar, pelear, cantar, aplaudir y reír, en sesiones que consistían simplemente en el paso de varios cortos durante veinte o treinta minutos. Los propios animadores o recitadores animaban a la gente a cantar las canciones interpretadas durante la proyección. Las salas de cine eran un centro de reunión en el que se juntaban las familias, los amigos, se chismorreaba, se flirteaba y se discutía de política. Era frecuente, por ejemplo, la presentación de películas feministas acompañadas de discursos por parte de sufragistas. Así lo hicieron también grupos socialistas en varias ciudades. Naturalmente esto provocó la alarma de varias autoridades que intentaron desde el primer momento controlar tanto la existencia de los cines en sí como de lo que proyectaban. Una de sus derivadas sería el intento de hacer un cine ‘respetable’, que se acabaría imponiendo años más tarde, con la creación de los palacios de cine y el triunfo de Hollywood.

En el segundo capítulo, «Visualización de la clase trabajadora: cine y política antes de Hollywood», vemos como los costes relativamente bajos de hacer una película, permitieron a un amplio conjunto de organizaciones participar en la industria: la Women’s Political Union, el US Department of the Interior, la American Bankers’ Association o la American Federation of Labor.
En palabras de Ross, «Las películas eran mucho más políticas y variadas en sus perspectivas ideológicas durante el cine mudo que en cualquier periodo posterior. Si entendemos la política y el poder como la capacidad de influir y ganar control sobre otros -familia, empleados, comunidad o país- entonces la cultura de masas, y las películas en particular, constituyeron un terreno importante de la política y el poder en los Estados Unidos de la era Progresista. Pero la cultura de masas no era una entidad monolítica impuesta desde arriba para mantener a las masas tranquilas, sino un escenario de lucha entre diferentes grupos y clases que usaban el cine para ganar mayor apoyo público apara su causa.» Y nos anuncia: «En los siguientes tres capítulos examinaré, sucesivamente, cómo las compañías cinematográficas comerciales retrataron los problemas generales de la vida trabajadora; cómo ellos, y grupos fuera de la industria, describían más específicamente los conflictos capital-trabajo; y cómo las organizaciones obreras y radicales hicieron películas que presentaban sus propias visiones diferenciadas de las luchas de clases pasadas y presentes.»

Este repaso de cómo el cine de estos primeros años reflejaba la situación general de la clase trabajadora empieza con un repaso a la figura de D. W. Griffith, uno de los mejores retratistas, desde la visión ‘populista’ que luego veremos, de las condiciones de vida de los trabajadores. En lo que se conoce en la historia de los EEUU como la Era progresista, se hicieron muchas otras películas sobre este tema, aunque hay polémica entre los historiadores del cine sobre qué filmes incluir. Ross habla de 605 películas hechas entre 1905 y 1917 que él considera que podrían clasificarse como películas de clase obrera. Según él, se hicieron tantas, no solo porque fuesen la principal audiencia, sino por escasez de ideas que desarrollar ante un boom en la asistencia a los cines. Este tipo de películas normalmente caían dentro de una de estas tres categorías: romances, melodramas, comedias y aventuras que usaban a trabajadores e inmigrantes como protagonistas, pero que hubiera podido ser cualquier otro grupo social; un número más modesto de películas que describían las dificultades generales de la vida de la clase trabajadora; y tres, un pequeño grupo de películas sobre capital-trabajo muy politizadas, centradas en las confrontaciones a menudo violentas entre empleadores y empleados.

De este último punto trata el tercer capítulo: «El bueno, el malo y el violento: conflicto de clase y el género trabajo-capital». Directores y guionistas políticamente comprometidos, como D.W. Griffith, Augustus Thomas, Julian Lamothe y William C. de Mille mostraron en sus películas huelgas, cierres patronales, organización de sindicatos y los esfuerzos socialistas y anarquistas por derrocar el sistema capitalista. Las producciones con conciencia de clase se hicieron tan populares que hacia 1910 los críticos de cine empezaron a hablar del surgimiento de un nuevo género: las películas sobre ‘trabajo y capital’. Para Ross, este tipo de películas eran un subconjunto de las películas sobre clase obrera, diferenciándose por el tipo de trabajadores examinado y las posiciones ideológicas adoptadas. Si las anteriores reflejaban más bien las duras condiciones de trabajo de mujeres, niños y ancianos, estas estaban protagonizadas generalmente por hombres adultos trabajando en las industrias con más organización: mineros, trabajadores del acero, ferroviarios y trabajadores industriales. Estas películas también exploraban las actividades de socialistas, anarquistas, nihilistas y comunistas. El autor distribuye estas películas en cinco grandes categorías según su ideología: conservadoras, radicales, liberales, populistas y anti-autoritarias. En su investigación ha detectado al menos 274 películas de este tipo. De las 244 en las que se pudo determinar claramente la perspectiva política, un 46% (112) eran liberales; un 34% (82) conservadoras; un 9% (22) anti-autoritarias; un 7% (17) populistas:; y un 4% (11), radicales. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que por estas fechas se hacian 4 o 5.000 películas anuales. En opinión de Ross, las películas reflejan las condiciones en las que fueron creadas, esto es, las relaciones existentes dentro de las mismas empresas productoras y sus propietarios, muchos de ellos pequeños empresarios de origen judío y alguno incluso con inclinaciones socialistas en su juventud, como William Fox. También es importante el gran número de mujeres que participaron en posiciones de responsabilidad en este primer cine estadounidense.

Analizando las cinco tendencias que aprecia en el género capital-trabajo, la conservadora se caracterizaría por presentar una imagen positiva de los capitalistas y muy negativa de sindicatos, radicales, etc. De hecho, no establecen ninguna distinción entre las organizaciones más conservadoras, como la AFL, y las más radicales, como la IWW o el Partido Socialista. En estas películas, por lo general, el líder sindical era un agitador foráneo que convierte a trabajadores anteriormente contentos en una turba descontrolada. El desastre final se evita por las sensatas palabras del empleador, cuando se descubren los pérfidos fines del agitador, o cuando se recurre a una fuerza exterior (la policía o una milicia privada). En el polo opuesto, la tendencia radical, encontramos apenas un puñado de películas (Why?, The Jungle, Money, The Lost Paradise, The Eternal City, The Rights of Man y Dust), muy distintas entre sí, centradas en las condiciones de explotación que obligan a pasar a la acción. El mayor número de películas, como hemos visto, podríamos etiquetarlas como ‘liberales’. En general, criticaban a los capitalistas irresponsables y criticaban la explotación de los trabajadores, pero llamaban a la cooperación entre empleados y empleadores y abogaban por la reforma como el mejor método para solucionar los problemas. En las películas populistas el enemigo del asalariado y el campesino no es el empleador, sino el monopolista, el propietario absentista, el banquero, abogado o especulador de terreno que hace dinero a costa de otros, o el rico ocioso que vive de lo que otros han acumulado sin aportar nada a la sociedad. Es en este grupo en el que destaca la figura de D.W. Griffith. Por último, en el cine anti-autoritario, sin cuestionar abiertamente al capitalismo, se burlan de la autoridad de capataces, jueces, policías o empleados. Los comediantes más populares de la época, Max Sennett y Charles Chaplin, se encuadrarían en esta tendencia. Un punto y aparte suponen aquellas películas directamente de propaganda por parte de la patronal y el gobierno, sin duda en el ámbito del cine conservador, pero con características propias.

Pasamos en el capítulo 4 a las primeras muestras de un cine obrero organizado: «Hacer un placer de la agitación: el ascenso del movimiento fílmico obrero». En septiembre de 1911, un grupo de sindicalistas y radicales en Los Angeles, cansados de la forma en que se presentaba frecuentemente al movimiento obrero en el cine, deciden crear el Socialist Movie Theater. En octubre, la Federación Americana del Trabajo (AFL) da un paso más allá y realiza y distribuye la primera película producida por trabajadores, A martyr to his cause, aunque el fiasco del reconocimiento de su culpabilidad por los hermanos MacNamara hará que tenga un muy corto recorrido. Pero la figura más destacada de este cine obrero en estos primeros años será sin duda la de Frank E. Wolfe, activista socialista, director y productor de From Dusk to Dawn (1913). Un año más tarde, el actor socialista Joseph Leon Weiss realiza una película sobre la masacre de Ludlow: What is to be done? (1914). En 1915, Wolfe, junto a un grupo de radicales y sindicalistas, intentó crear un estudio en la comuna socialista establecida en Llano del Río, pero no tendría apenas recorrido.

Y llegamos a la II parte del libro: «El ascenso de Hollywood: de clase obrera a clase media», centrado en los años que van desde la entrada de los EEUU en la Iª Guerra Mundial, y las repercusiones que tuvo la Revolución Rusa en EEUU, hasta el final de los años 20 y el paso al sonoro. Porque como se nos relata en el capítulo 5, «Cuando Rusia invadió América: Hollywood, la Guerra y las Películas», tras el triunfo bolchevique hubo una auténtica histeria colectiva en los EEUU conocida como el primer Temor Rojo (Red Scare). Multitud de películas presentaban una caricatura de agentes soviéticos y radicales traidores americanos. Curiosamente, las películas del género capital-trabajo se hicieron aún más populares. Según Ross, al menos 171 películas de este tipo entre abril de 1917 y diciembre de 1922. Una media de 30 al año comparadas con 22 entre 1908 y marzo de 1917. Casi la mitad de las películas hechas antes de la guerra eran liberales (46%) y solo un tercio (34%), conservadoras. Ahora hay un cambio importante: desde la entrada de EEUU en la guerra y en los cinco años posteriores, las películas conservadoras supondrán el 64% de todas las películas del género capital-trabajo, y las liberales solo un 24%. No se hace durante estos años ni una sola película radical producida por la industria. El autor ve cuatro motivos para este cambio: las grandes transformaciones en la estructura de la industria cinematográfica; la creciente histeria pública sobre amenazas comunistas percibidas; la presión política sobre los cineastas por parte de las agencias federales y los censores estatales; y el aumento de la militancia obrera dentro y fuera de la industria del cine. Los últimos cuatro capítulos están dedicados, por tanto, al surgimiento de Hollywood y su impacto sobre las películas del género capital-trabajo; las formas en que las organizaciones obreras y radicales respondieron a estos cambios; cómo los líderes de la industria ampliaron la composición de clase de las audiencias y ayudaron a redefinir ideas sobre las relaciones de clase; y los intentos finales por parte de cineastas obreros por excavar un nicho permanente para las películas de oposición en los EEUU. El resto del capítulo 5 está dedicado a este ascenso de Hollywood y el sistema de estudios a través de las figuras de alguno de sus magnates, impulsado y controlado a la vez por agencias gubernamentales. Se dedica un amplio espacio al desarrollo del sindicalismo dentro de estos estudios, a pesar de que en general en estos años se produjo un cierto reflujo de la afiliación.

En el capítulo 6, «Luchas por la pantalla: el regreso del movimiento fílmico obrero», vemos como las condiciones para la realización de películas eran más difíciles, no solo por los problemas de censura y distribución, sino también porque los costes de producción habían aumentado. En 1918, un sindicato ferroviario, la Brotherhood of Railway Trainman, tomó la curiosa decisión de comprar su propio estudio de cine, a partir de la empresa Motive Motion Picture Company (MMPC), basándose en los servicios del cineasta David Horsley. El proyecto, desgraciadamente, terminaría en fracaso sin haber realizado ni una sola película. Más éxito tuvieron la neoyorkina Labor Film Services (LFS) y la Federation Film Corporation (FFC) de Seattle, en aquel momento una ciudad puntera en la organización obrera y que había llevado a cabo meses antes una muy dura huelga general. La FFC encargó la tarea a un cineasta con experiencia, John Arthur Nelson, y en la primavera de 1921 estrenarían The New Disciple. La LFS, por su parte, dirigida por un socialista y sindicalista con amplia experiencia, Joseph D. Cannon, realizaría The Contrast, ya medio organizada previamente por sindicatos mineros. Pero sin duda la organización más activa durante estos años de posguerra sería la International Workers Aid (IWA), originalmente la asociación de Amigos de Rusia Soviética, creada para ayudar durante la hambruna en la guerra civil rusa, y que estaría vinculada, aunque con gran autonomía, a la organización dirigida desde Berlín por Willy Münzenberg de la que hablaremos en una futura entrada. La IWA contaba con el trabajo inestimable de William F. Kruse, y realizaría una serie de documentales rodados en Rusia. En otro tipo de agitación, el gran sindicato reformista, la AFL, realizaría en 1925 la película Labor’s Reward. Por último, en 1926 los comunistas de la IWA graban una de las grandes huelgas de ese periodo: The Passaic Textile Strike, y más tarde, como veremos en el capítulo 8, The Miners’ Strike (1928) y The Gastonia Textile Strike (1929).

A partir de los años 20 se produce la decantación que llevará a parte de la clase obrera a considerarse clase media, fenómeno al que ayudó el cambio en el disfrute del ocio y, concretamente, en el caso del cine, la creación de grandes palacios de cine y el predominio de una ideología basada en la aspiración a la movilidad ascendente y el consumismo. Es lo que se desarrolla en el 8 capítulo del libro: «Fantasía y política: ir al cine y las películas en los años 20».

El último capítulo del libro, «Luces fuera: el declive del cine sobre el trabajo y el triunfo de Hollywood», estudia como las dificultades para rodar, distribuir y exhibir películas fuera del control de Hollywood y de la censura se convirtió en un obstáculo insuperable. Se sigue la evolución de empresas como la FFC, la LFS y la IWA hasta que no tuvieron más remedio que tirar la toalla. Supondría el triunfo final de Hollywood.

En el epílogo, Ross revisa brevemente la situación del cine estadounidense respecto a las cuestiones de clase. El título es bastante descriptivo: «Las películas hablan, pero ¿qué dicen?»

El libro fue ganador del 1999 Book Award de la Theatre Library Association y considerado uno de los mejores libros de no ficción por parte de Los Angeles Times en 1998.

Por este amplio resumen creo que queda claro el interés de esta obra para los interesados en la historia del cine, especialmente del quizá poco conocido tema en nuestro país, del cine de izquierda en Estados Unidos. Como por cuestiones que no vienen al caso intento trabajar con copias digitales de los libros que me interesan, este en concreto lo compré en el emporio innombrable que tenéis todos en mente. No he encontrado otra versión disponible en este formato. Para la versión en papel hay más alternativas, aunque aquí presento solo la página de sus editores, la Universidad de Princeton.

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